Hay personas que consiguen hacer de ellas el centro de tu cabeza. No puedes parar de pensar en ellas, recordar esos momentos que compartiste, rememorar palabras, gestos... Y no puedo parar de asombrarme. Sí, me asombra la capacidad que tiene para alegrarme el día apareciendo; me asombra cómo consigue hacerme el tío más feliz del mundo cuando consigo hacerla sonreír; me asombra cómo todo lo que hasta ese momento tenía en la cabeza, se difumina hasta desaparecer totalmente cuando veo esa sonrisa acompañada por esa mirada que tanto me gusta, que me pierde, me nubla, me hace volar; me asombra cómo el hecho de sólo verla me acelera el corazón y cómo cuando habla consigue silenciar todo lo que me rodea, prestando atención solamente a sus palabras.
Y asombrado que está uno, también me odio. Me odio por no ser capaz de hablar más con ella, de pasar más tiempo, incluso de perder las ideas cuando está delante, sin saber qué decir o hacer. Y, aún más, me odio por darme cuenta de todas estas cosas ahora, justo ahora, cuando ya no voy a verla durante un buen tiempo y en un momento en el que la he podido ver instantes, segundos, a todas luces insuficientes pero que se han quedado retenidos en mi memoria y no paran de torturarme y, a la vez, no quiero apartarlos, porque son de ella, con ella, con su mirada y su sonrisa. Y los quiero conmigo.
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