Hacía mucho que la observaba. Conocía a la perfección sus movimientos, sus gestos, sus miradas. Su vida comenzaba y acababa en ella. Cada segundo, cada respiración, cada suspiro tenían su marca, su imagen. En su mirada se reflejaba el deseo de saber su nombre, sus deseos y anhelos, sus preocupaciones. Deseaba saber. Lo único que sabía del cierto era que cada tarde, a la misma hora y en el mismo banco, estaba treinta y tres minutos en ese mismo parque, siempre el mismo tiempo, siempre sus mismas miradas, sus gestos, sus movimientos. Era feliz con poco más de media hora al día viéndola.
Había dejado su trabajo, su familia, su vida. Su día se resumía en ir durante treinta y tres minutos al parque a verla. Nunca había reunido el valor suficiente como para acercarse, dado que alteraría ese bello lienzo, cambiaría la expresión de ese rostro que le había enamorado tiempo atrás. Hasta que se decidió: la tarde siguiente, se acercaría hasta ella, le preguntaría su nombre, su motivo para estar treinta y tres minutos y no más – ni menos – en ese mismo, eterno e infinito banco. Le preguntaría sobre la causa de esa mirada triste y lejana que apuntaba al horizonte. Ese día sería mañana.
Al día siguiente, llegó puntual a su cita con el destino. Ella ya estaba allí. Se acercó, lentamente pero con paso decidido. Nunca antes había estado tan nervioso. Su corazón parecía querer escapar por la boca, sus piernas temblaban pero no se detenían, casi como si una fuerza mayor le guiara. Sin mirarla, se sentó a su lado. Se empapó de su olor, de una fragancia que le evocaba recuerdos que no conseguía atinar. Notó como ella giraba la cabeza. Sus ojos, de un color azul casi transparente, lo inspeccionaban. Poco a poco, se dibujó una sonrisa en su rostro de color porcelanoso. Era la imagen más bella que él había visto nunca. Sintió una paz que lo invadió abruptamente, sin esperarla. Se le olvidaron sus preguntas, se le olvidaron sus motivos, se le olvidó todo. A partir de ese día, diría que nació esa tarde de marzo.
Después de unos segundos que se hicieron eternos, esa cálida sonrisa de ella diluyó todos sus miedos. Le devolvió la sonrisa, desnudó su corazón a quién ya hace tiempo que lo poseía, aunque no lo supiera. Comenzó a vivir de verdad, a apreciar el tiempo mientras lo odiaba por pasar tan extremadamente rápido. Empezó a sonreír. Pasó el mejor mes de su vida. Fue feliz, el más feliz del mundo. No podía más que desear que esos momentos duraran lo máximo posible, que ella estuviera allí hasta el fin de sus días.
Había dejado su trabajo, su familia, su vida. Su día se resumía en ir durante treinta y tres minutos al parque a verla. Nunca había reunido el valor suficiente como para acercarse, dado que alteraría ese bello lienzo, cambiaría la expresión de ese rostro que le había enamorado tiempo atrás. Hasta que se decidió: la tarde siguiente, se acercaría hasta ella, le preguntaría su nombre, su motivo para estar treinta y tres minutos y no más – ni menos – en ese mismo, eterno e infinito banco. Le preguntaría sobre la causa de esa mirada triste y lejana que apuntaba al horizonte. Ese día sería mañana.
Al día siguiente, llegó puntual a su cita con el destino. Ella ya estaba allí. Se acercó, lentamente pero con paso decidido. Nunca antes había estado tan nervioso. Su corazón parecía querer escapar por la boca, sus piernas temblaban pero no se detenían, casi como si una fuerza mayor le guiara. Sin mirarla, se sentó a su lado. Se empapó de su olor, de una fragancia que le evocaba recuerdos que no conseguía atinar. Notó como ella giraba la cabeza. Sus ojos, de un color azul casi transparente, lo inspeccionaban. Poco a poco, se dibujó una sonrisa en su rostro de color porcelanoso. Era la imagen más bella que él había visto nunca. Sintió una paz que lo invadió abruptamente, sin esperarla. Se le olvidaron sus preguntas, se le olvidaron sus motivos, se le olvidó todo. A partir de ese día, diría que nació esa tarde de marzo.
Después de unos segundos que se hicieron eternos, esa cálida sonrisa de ella diluyó todos sus miedos. Le devolvió la sonrisa, desnudó su corazón a quién ya hace tiempo que lo poseía, aunque no lo supiera. Comenzó a vivir de verdad, a apreciar el tiempo mientras lo odiaba por pasar tan extremadamente rápido. Empezó a sonreír. Pasó el mejor mes de su vida. Fue feliz, el más feliz del mundo. No podía más que desear que esos momentos duraran lo máximo posible, que ella estuviera allí hasta el fin de sus días.
Treinta y tres días después de conocerla, se marchó y nunca más la volvió a ver. Despertó en la mañana y su figura ya no estaba plasmada, como si de una huella se tratase, en la cama. Sólo le quedaba su olor, esa fragancia que nunca jamás podría olvidar, esa esencia que lo torturaría hasta sus últimos segundos de vida. Se levantó de la cama, pensando que sería algún tipo de broma o juego, para poco después dar paso a la más profunda desesperación. Ni una nota, ni una pista, ni una huella. Se marchó como si nunca antes hubiera estado.
Pasó el resto de su vida buscándola, poniendo anuncios, haciendo descripciones. Se arrepintió de no haberle hecho fotos. Viajó por todo el mundo, siguiendo cada pista que obtenía. Sólo una excepción: cada año iba el día en que hablaron por primera vez a su parque, a su banco, a la hora de siempre, durante treinta y tres minutos. Lo hizo hasta que murió, a los 66 años, llevándose con él su olor, sus miradas, su sonrisa cálida que le había enseñado a vivir. Murió exactamente 33 años después de que ella desapareciera. Treinta y tres años después de nacer de nuevo, esta vez de verdad. Ése fue el día en que su corazón dejó de latir por última vez, aunque su muerte se produjo el día en que no la vio en la cama al despertarse. Lo último que dijo es que volvería a vivir otra vez sesenta y seis años sólo para volverla a ver aunque fuera un único segundo.
Hace algo más de 30 años, una mujer caminaba por el parque. Se fijó en un chico, el chico, el mismo de siempre, el que iba siempre a la misma hora durante algo más de media hora al mismo banco. Hacía ya tiempo que lo veía, siempre con la mirada perdida en el horizonte y una cara vacía de vida. Para su sorpresa, llegó el día en el cual el chico se levantó y fue hacia otro banco. Se sentó y, al cabo de unos instantes, sonrió. Su rostro se llenó de vida y de color como por arte de magia. Una media hora más tarde, el hombre se levantó y se fue mientras, lentamente, su solitaria silueta se fusionaba con el horizonte.
Nunca más lo volvió a ver.
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