Los minutos pasaban y el dulce néctar del sueño iba calando en mi cuerpo, haciendo especial efecto en los ojos. Quería permanecer consciente, agarrado con la punta de los dedos al último filo de voluntad que me quedaba a esas horas. Los ojos abiertos me garantizaban cierto control. Pero era tan difícil mantenerlos... Y sabía que en el instante en el que los cerrara llegaría, como una tormenta en agosto, la verdadera realidad, la que no quería ver. Mi resistencia se agotó pronto.
Y ahí estaba. Cómo no.
En la inconsciencia salen todos los deseos, temores, todo aquello que escondemos en un rincón por miedo a que nos sobrepase y nos impida estar dónde debemos estar cuando estamos despiertos. Ella simbolizaba todo eso y sus imágenes se deslizaban en mi mente como si fuera un pase de diapositivas. En ellas se veía cada sonrisa, cada gesto - esos gestos que había ya memorizado, que podría identificar entre mil personas -, cada movimiento, la forma que su cara adoptaba cuando reía - ¡cómo adoraba la expresión que cogía su cara cuando reía, cómo me encantaba hacerla reír con cualquier tontería! -, incluso escuchaba su voz como un eco lejano (¿los hay de otro tipo?), esa voz que había acompañado todos mis mejores momentos desde hace ya tiempo - quizá demasiado - , que había secuestrado mi felicidad para dármela en pequeñas e inolvidables dosis.
Me descubrí recordando cada instante, cada fotograma, cada recuerdo que pude acumular en los que salía. Estos meses habían sido un carrusel de emociones, una noria, momentos de caída libre y otros en los que podía ver por encima a las nubes. Y todo girando alrededor del mismo eje. Un eje del que nunca - ni ahora, ni creo que en un futuro - me he cansado, del que siempre he querido más, más, más. Sólo más. Sólo un segundo más, una vuelta más. Su sonrisa una vez más, ver cómo se aparta el pelo de la cara, cómo curva sus ojos al reír, su risa... Otra vez. Sólo una. Y después...
Otra.
Hace unas noches intenté tomar la decisión más difícil que recuerdo haber hecho recientemente. Renunciar a todo lo que deseo, a todo lo que realmente quiero, a mi felicidad, a mis sueños. Asegurarme unos meses de mierda, de oscuridad, de sonrisas fingidas y noches en vela. Una decisión cobarde, infeliz, indirecta. Todo por intentar ahorrar momentos incómodos, palabras que huyen, negaciones innecesarias. Por intentar evitar que esa sonrisa que ha iluminado cada día de mi vida se marchara. Y todo sale del revés.
¡Es increíble!
Cómo puedes desear con hasta la última de tus fuerzas que algo salga bien y no lo haga nunca. Cómo puedes tener todo preparado para exteriorizar lo que sientes de la manera más perfecta posible y que una decisión ajena a última hora lo evite. Cómo conseguir cagar, una y otra vez, lo único que quieres que permanezca en tu vida cada mañana, cada noche, en cada sueño. Cómo dejar escapar aquello que te hace respirar. ¡Cómo! ¡Tantas veces!
Y, después de tres o cuatro noches, ya no sé ni contar, sigo en el punto de partida, agradeciendo que no haya más casillas para tirar hacia atrás. Protagonista absoluta de mi mente, que se niega con toda su fuerza a que desaparezca. Y ya no sé qué hacer.
Puta mierda de impotencia.