Estiró los brazos con pereza. El sueño, el aburrimiento y la inmovilidad habían conspirado para llevarlo hasta ese estado de semiconciencia, en el límite de la existencia. La amarga e insistente picada del deber asistía puntual a su cita, pero su mente divagaba por otros derroteros mientras su boca jugueteaba y mordisqueaba el tapón del bolígrafo. Notaba como la visión se le desenfocaba en el blanco infinito del ordenador, sólo interrumpido por algunas líneas de texto, resultando en un efecto casi hipnótico.
El calor de la sala - que contrastaba con el poderoso frío del exterior - parecía susurrarle al oído que se dejara llevar, que bajara las persianas, que diera libertad a sus agotados párpados. El calmado y constante sonido del motor de la nevera y el silencioso zumbido del ordenador comenzaban a parecer cada vez más lejanos, perdidos en otra dimensión a muchos, demasiados, kilómetros de donde él quería encontrarse. El ennegrecimiento de su campo de visión no era buena señal, y comenzó a sentir como sus párpados comenzaban a descender, acariciando sus ojos inyectados en sangre.
La última energía que le quedaba se fue al intentar volver a abrirlos, casi en un acto reflejo, de rebote. Pero cada vez subían menos y el apagón era más rápido. Más dulce. Esos brazos que estiraba en un principio simulaban ahora la forma de una almohada y se antojaban como la almohada más cómoda del mundo. La gravedad no encontró demasiada resistencia en su cabeza y esta inició su caída, imparable, hasta encontrar sus antebrazos. Los ojos ya completamente cerrados, la conciencia hibernando, el deber aplazado.
Sonrió.
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