La anaranjada luz del atardecer entra por la ventana. La abre y apoya sus antebrazos en la barandilla, entrecerrando los ojos al mirar al moribundo sol que se dispone, con resignación, a dejar paso a la luna. Las nubes caminan más que corren, perezosas, bañadas por la luz crepuscular que varía a cada instante y se apaga paulatinamente, como una cerilla a cámara lenta. El aire, puro, inunda sus pulmones. El silencio, omnipresente, gobierna la tarde.
Deja escapar el aire lentamente, como saboreando esos instantes de tranquilidad que sólo se producen cuando la vida duerme o transcurre lejos. La belleza del lienzo que observa, respetado hasta por el osado viento, le eclipsa durante unos minutos en los cuales nada más puebla su cabeza, yerma por primera vez en días, intoxicada por la pureza del aire, confundida por la voz del silencio, inquieta al encontrarse sola, sospechosamente cómoda en la soledad.
Abre los ojos que, sin darse cuenta, cerró mientras pensaba que había dejado de pensar. El efecto del paisaje, diluido, deja paso a los pensamientos que esperaban ansiosos su momento. Vuelven, todos y cada uno de ellos. El constante estrés, el incierto futuro, el turbulento presente, la maldita universidad, ella, ella, ella... No encuentra calificativos para definirla. Supone que todos valen. Es todo: el frío y la calor, la felicidad y el desazón, el día y la noche, el sol que se va y la luna - ¡y qué luna! - que viene.
Un pájaro se posa encima de una rama y mira, desde las insondeables alturas, al manchado gato que yace en el suelo, aprovechando los últimos minutos de calor y de luz de un sol que ya sólo se intuye entre las nubes. Levanta la vista, buscando el fulgor de alguna estrella, sin éxito. Piensa que es absurdo. Buscar estrellas cuando el sol aún reina, querer apartarla del sitio al que quiere que pertenezca, buscar la victoria en la pérdida, idealizar la piedra por encima de la vida, olvidar en vez de recordar, aplicar la lógica del tiempo a aquello que - afortunadamente - no la tiene, dejar de vivir para poder hacerlo en un futuro.
Un pequeño escalofrío lo alerta del inicio de la noche. Medio mundo ya está sumergido en la oscuridad mientras el otro agoniza por resistir los envites de la naturaleza, intratable, tanto tiempo como sea posible. Se ve reflejado en esa lucha perdida de antemano. Cree que todo sería más sencillo si deja de intentar negarse, imponerse imposibles, hundirse en aquello que no tiene solución, buscar la parte negativa a aquello que nos hace humanos. Sería mucho más fácil aceptar la situación y sus consecuencias y dejar que el tiempo decidiera los términos. Al fin y al cabo, no era su decisión. Nunca lo había sido.
Cierra la ventana en el momento en el cual la noche ficha para comenzar su turno.