sábado, 26 de marzo de 2011

Spotless


Clementine: This is it, Joel. It's going to be gone soon.
Joel: I know.
Clementine: What do we do?
Joel: Enjoy it.

domingo, 20 de marzo de 2011

Atardecer

La anaranjada luz del atardecer entra por la ventana. La abre y apoya sus antebrazos en la barandilla, entrecerrando los ojos al mirar al moribundo sol que se dispone, con resignación, a dejar paso a la luna. Las nubes caminan más que corren, perezosas, bañadas por la luz crepuscular que varía a cada instante y se apaga paulatinamente, como una cerilla a cámara lenta. El aire, puro, inunda sus pulmones. El silencio, omnipresente, gobierna la tarde.

Deja escapar el aire lentamente, como saboreando esos instantes de tranquilidad que sólo se producen cuando la vida duerme o transcurre lejos. La belleza del lienzo que observa, respetado hasta por el osado viento, le eclipsa durante unos minutos en los cuales nada más puebla su cabeza, yerma por primera vez en días, intoxicada por la pureza del aire, confundida por la voz del silencio, inquieta al encontrarse sola, sospechosamente cómoda en la soledad.

Abre los ojos que, sin darse cuenta, cerró mientras pensaba que había dejado de pensar. El efecto del paisaje, diluido, deja paso a los pensamientos que esperaban ansiosos su momento. Vuelven, todos y cada uno de ellos. El constante estrés, el incierto futuro, el turbulento presente, la maldita universidad, ella, ella, ella... No encuentra calificativos para definirla. Supone que todos valen. Es todo: el frío y la calor, la felicidad y el desazón, el día y la noche, el sol que se va y la luna - ¡y qué luna! - que viene.

Un pájaro se posa encima de una rama y mira, desde las insondeables alturas, al manchado gato que yace en el suelo, aprovechando los últimos minutos de calor y de luz de un sol que ya sólo se intuye entre las nubes. Levanta la vista, buscando el fulgor de alguna estrella, sin éxito. Piensa que es absurdo. Buscar estrellas cuando el sol aún reina, querer apartarla del sitio al que quiere que pertenezca, buscar la victoria en la pérdida, idealizar la piedra por encima de la vida, olvidar en vez de recordar, aplicar la lógica del tiempo a aquello que - afortunadamente - no la tiene, dejar de vivir para poder hacerlo en un futuro.

Un pequeño escalofrío lo alerta del inicio de la noche. Medio mundo ya está sumergido en la oscuridad mientras el otro agoniza por resistir los envites de la naturaleza, intratable, tanto tiempo como sea posible. Se ve reflejado en esa lucha perdida de antemano. Cree que todo sería más sencillo si deja de intentar negarse, imponerse imposibles, hundirse en aquello que no tiene solución, buscar la parte negativa a aquello que nos hace humanos. Sería mucho más fácil aceptar la situación y sus consecuencias y dejar que el tiempo decidiera los términos. Al fin y al cabo, no era su decisión. Nunca lo había sido. 

Cierra la ventana en el momento en el cual la noche ficha para comenzar su turno. 

viernes, 18 de marzo de 2011

Segundo

Pensar que el ser humano es el único ser vivo que mata por matar, sin necesidad, sin medida, sin consecuencias para, al cabo de un segundo, pensar que no hay ratones suficientes en el mundo para matar si con ello pudiera evitar que volviera a pasar por algo así, que volviera a sentirse tal como lo hacía en esos instantes. Segundos que cambian todo y arrasan con todo aquello que queremos dar por establecido. Sentir que todos los principios que creo asentados quizá no lo están tanto. Saber que aquellas mentiras que construí para sentirme mejor no son más que eso, mentiras. Que no hay victorias ni derrotas, que no hay voluntad invencible, que no puedes evitar ciertas cosas ni acelerar procesos tal como quisiera querer. 

jueves, 17 de marzo de 2011

Gotas

Caen las primeras gotas en la ventana y, rápidamente, comienzan a acumularse en ella como una suerte de mosaico. Hipnotizante. El silencio que inunda el comedor es interrumpido por el traqueteo constante de las gotas. Nota que va perdiendo el control de sus ojos, encandilados por una lluvia que siempre fue superior a él. Alguna de las primeras gotas empieza a deslizarse por la ventana y piensa en cuál será el mecanismo de selección por el cual algunas gotas caen antes que las otras, por qué gotas alejadas pueden caer a la vez y dos cercanas pueden despedirse en tiempos tan distintos.

Sigue mirando pero ya ha dejado de ver. Sus ojos han perdido la vida y siguen abiertos por pura rutina. La mente vuela mientras el sonido de la lluvia golpeando la ventana se va diluyendo, irónicamente, y sonando cada vez más lejano. Apaga la luz de la vida, se baja del mundo unos instantes. Comienza a ver una nube de imágenes poco certeras, momentos difusos, gente, mientras el negro se esfuerza por tapar todos los fotogramas. Es una batalla perdida y se deja vencer, con asombrosa facilidad.

Parpadea rápidamentes y vuelve a la realidad. Calcula que se habrá ido durante unos 10, quizá 15 segundos. Su conciencia le envía las noticias de superación: las imágenes difusas, la falta de concreción, la ausencia de emoción alguna... Todo ello son buenas noticias. ¿O no? ¿Dejar de sentir alguna vez fue bueno? Quizá en este caso sí. De hecho, está seguro de ello. Quiere sonreír ante la buena noticia, pero tampoco lo siente. Una parte quiere recordar para volver a sentir, pero tampoco siente querer sentir. Sólo dejar pasar el tiempo bajo la lluvia de marzo.

Sin realmente ser consciente de sus actos, se levanta, camina hacia la puerta y sale a través de ella hacia la calle. Nota como las gotas rápidamente impactan en la totalidad de su cuerpo, empapándolo en cuestión de segundos. Levanta la vista al cielo, gris, y cierra los ojos. Deja pasar los segundos en la intimidad de la naturaleza, en el desierto de la civilización. Escucha el silencio y el goteo del tiempo, incesante, retumba en su cabeza sin despertar ruido. El eco de la nada lo ensordece. La lluvia, camuflada entre las gotas, consigue calar un mensaje. "Hay batallas que sólo gana el tiempo". Cierra el puño.

Siente, esta vez sí, que gana. Sabe que va a ganar. Que está ganando. Que quizá, incluso, ya ha ganado. O puede que sólo sea la lluvia, capaz de zarandearlo por las alturas después de haber limpiado el suelo con él. ¡Da igual! En ese instante sabe, por primera vez, que es posible.

sábado, 12 de marzo de 2011

Mc

Comer en el McDonalds es uno de esos pequeños placeres que la humanidad debería preservar. El día que vas sin cinturón a comer, feliz, sin remordimientos. La gran sonrisa que se nos dibuja en la cara al ver la gran M, letra que resulta en una bonita analogía de la calidad de sus alimentos. Sentir que nuestro hígado protesta, resignado, ante la faena que le espera. 

- ¡Por favor, no! Haré lo que quieras, quemaré más grasas, seré mejor con el alcohol. ¡Por favor! ¡Por favoooooooooor!

- ¡Cállate! Eres mío, me perteneces. Puedo y debo putearte en todas y cada una de las maneras que se me ocurran.

- ¡¿Dónde quedan los derechos humanos?! ¡Nadie es de nadie! Además, si me jodes a mí, te jodes a ti y...

- ¡Encima con chantajes! ¿Quieres que beba? ¿Eh? ¿Quieres que beba hasta que quede en coma? ¿Quieres trabajar como un negro? ¿Eso es lo que quieres, no? ¡Porque puedo hacerlo! 

- ...

Después de ganar la batalla a mi hígado, entré feliz. Me tocó hacer cola. Pasa algo gracioso con el McDonalds y sus colas. Siempre, siempre, tienes que hacer cola. Es inevitable, como la gravedad (excepto en Rusia, donde fue abolida en 1985). De hecho, un día entré en un McDonalds, no vi cola, fui a llamar a mi madre para contárselo y cuando acabé - tras sólo media hora - ya tenía delante a 15 personas y a un chino (al que convencí para que me colara por estar por encima de él en la cadena alimenticia). 

Y al llegar al mostrador, te entran las prisas del último momento. ¿Qué pedir? ¡Todo tiene tan buena pinta en esas imágenes tan reales! Un McPollo, un BigMac, el siempre agradable Happy Meal...

- Ensalada para mí.

- ¡Cállate, estúpido hígado!


Al final siempre te decantas por la comida que más grasa tiene. Ya que vas al McDonalds, que has llamado a tu familia para despedirte (nunca se sabe) y que has reservado cama en el hospital, hay que elegir la especialidad de la casa. La decepción por recibir una hamburguesa que no podía ni ser la hermana pequeña de la de la imagen pasa al instante de dar el primer mordisco. Notas un festival de sabor, una orgía de sabores a fritos varios, el suicidio de la conciencia y el grito desesperado del hígado viendo como las grasas van bajando y se acercan irremediablemente. Que se joda. 

Felicidad. 

martes, 8 de marzo de 2011

Quizá

Quizá no todo es tan complicado como a veces pensamos. Quizá las cosas sean más simples, aplicando al extremo la navaja de Ockham. Puede que, más allá de intentar ver los mil ángulos de una fotografía, sólo debamos quedarnos con la frontal. Puede ser que tampoco haga faltar buscar en lo que no se dijo, en lo que se perdió, escarbar en los silencios. Quizá sólo baste con lo que se dijo. Y aún así...

Me sorprendo, de nuevo, esclavizado. O ya no es sorpresa. ¡Qué fácil es pensar las cosas y qué complicado llevarlas a cabo! Y me dejo llevar, encantado, por los caminos que se generan, por arte de magia, cuando aparece. Cualquier otro pensamiento, cualquier otra voluntad en contra de mi voluntad, cualquier otro deseo impuesto se desvanece al ritmo de su voz, al compás de su sonrisa, al son de su risa. Quedo anestesiado de una felicidad mentirosa, de un sueño no comenzado, de un futuro imposible. Anestesia que sólo marcha, como cualquier otra, a las horas de su aplicación, dejando una sensación rara, no desagradable. 

De todas formas, dejando de lado todo lo demás - si es que algo así se puede hacer -, las piezas vuelven a encajar todas en el puzzle. Y me alegra ver cómo se van solucionando las cosas; cómo las caras tristes se van tornando, poco a poco, en algo más felices; cómo la rutina vuelve, de nuevo, a imponerse. Y quizá todo lo que quiera es sentarme, ponerme las manos en la cabeza y mirar al suelo un largo rato, incluso probar la resistencia del material con el que esté hecho con mi frente. ¡Yo qué sé, si sólo sé lo que no quiero saber! Pero reconforta saber que hay una mano esperando para cuando pueda, al fin, cogerla.

O cuando quiera. 

lunes, 7 de marzo de 2011

Universidad

Ir a la universidad siempre había sido un sueño para mí. El ambiente, las animadoras, poder entrar en el equipo de fútbol americano, las animadoras, hacer fiestas con animadoras... Y estudiar, cómo no. En todos mis planes salía estudiar. Como cuando me despertaba en mi habitación de la residencia con mi compañero Carter después de una noche de fiesta, tirado en el suelo, y él me decía que tenía un examen esa misma mañana, cosa que me obligaba a levantarme, coger las cosas y marchar corriendo. Ay, Carter, siempre recordaré el reflejo de su morena tez en mis zapatos.

Pero una vez que llegas aquí, todo es diferente. Lo primero y más importante: ¿dónde coño están las animadoras? ¿Están rodando películas todas? ¿En algún club secreto? Ya es mala suerte que en tres años aún no me haya cruzado con ninguna. Después, tampoco he encontrado todavía el campo de fútbol americano y no he podido utilizar mis calzoncillos especiales para la ocasión de Hello Kitty jugando de quarterback. Y, por último, ¿dónde se ha metido Carter? ¿Alguien lo ha visto? Es el típico amigo negro gracioso de todas las series. Dejadme un comentario si sabéis dónde está. Su perro anda loco buscándolo. 

Tras casi tres cursos, uno piensa y se da cuenta de que nada es como nos habían contado. "Hijo mío, la universidad consiste en follar, hacer campana y tomar el sol en la hierba" me dijo una vez Dios, mi vecino de arriba (de raíces italianas, de ahí el nombre). 
Hasta dónde yo sé, la universidad es estrés, cagarse mucho en la puta (a la cual pido perdón), tendencias suicidas pre, post y durante exámenes y llorar mucho en la esquinita de llorar que tenemos todos. Si haces campana un día corres el riesgo de perderte un tema entero y acabar haciendo la larva por el suelo de clase, arrastrándote para conseguir apuntes dignos. Eso ya lo hace incompatible con ir a tomar el sol a la hierba, derecho reservado para la gente sin futuro de letras, no para los de ciencias. Y follar es una leyenda urbana. Como mucho, mitosis y, si tenemos un día espléndido, podemos atrevernos con la meiosis. 

Pero no todo es decepción en la universidad. Entre clase y clase, tienes 10 minutos de libertad. 10 minutos para acordarte que estás vivo, que tenías sueños y que solías dormir y ser feliz. 10 minutos para desear haber cogido otra carrera o ver que el suicidio no es tan malo como lo pintan. 10 minutos para comprender que cuando veas "cari tk" ya no pensarás nunca más "cari te quiero", sino "cari timidina quinasa". 10 minutos que acabarán siendo 2 o 3 porque algún profesor desalmado y cruel querrá hacer dos clases por el precio de una. 

El futuro es esperanzador. 

sábado, 5 de marzo de 2011

Minuto

Sonámbulo aún, cogió un folio y empezó a escribir. Los pensamientos lo habían perseguido, de nuevo, esa noche y cerrar los ojos no ayudaba en nada a escapar de ellos. Había dado vueltas en la cama, buscando una posición en la que quedaran silenciados, con nulo éxito. Cansado, física y emocionalmente, se puso las gafas a través de las cuales pudo ver el mundo con la ayuda del inagotable fluorescente, envidioso de la luna que brillaba a través de los cristales en esos instantes, ligeramente eclipsada por una nube. 

Deslizó sus pensamientos a través del desgastado bolígrafo y notó un leve placer al notar el contacto de la punta con la fina hoja de papel y ver nacer las primeras letras. Ese delgado trozo de plástico era el intermediario entre sus sueños y sus pesadillas, el encargado de vaciar su mente y darle paz en la ya casi eterna guerra civil entre la razón y el corazón en la que vivía permanentemente. Las palabras tardaron un poco en brotar pero salieron, poco después, como un torrente. Y el tiempo voló.

Y pensó, pensó y volvió a pensar, y todo ello lo anotó en un papel que posiblemente no volvería a ver o rompería al acabar o la mañana siguiente. Y apuntó que esperaba ser la última vez que apuntara. Y escribió que quería que fuera la última vez que la escribiera. Y subrayó que odiaba ser incapaz de dejar de subrayar su nombre. Y sintió que todo lo que entonces escribía volvería mañana, y pasado, y seguramente el próximo y el que viniera detrás de ese. Y deseó desear acabar, deseó dejar de ser capaz de pagar hasta la última moneda, de dar hasta la última pertenencia, por hacerla sentir, sólo por un minuto, tal como ella lo hacía sentir cada vez que la miraba.

Sólo por un minuto. 

Y suspiró al darse cuenta que esto era lo más lejos a lo que iba a llegar, que era lo único a lo que podía aspirar, que esto acabó antes de haber comenzado. Y creyó convencerse de que quizá era mejor así, sólo para poder dormir unos minutos esa noche, aunque mañana al levantarse las mentiras se desvanecerían juntamente con las sábanas. Y volvió a consolarse pensando que, por largo que fuera el camino, ya quedaba un día menos hasta acabarlo, hasta que dejara de sentirse tal como lo hacía en esos momentos. 

Percepciones

Estaba llegando a casa cuando escuchó un ruido detrás. Volvió levemente la cabeza, sin poder apreciar nada en la prácticamente absoluta oscuridad que reinaba, interrumpida por destellos de un fluorescente que se resistía a su inevitable destino. Parecía el ambiente perfecto de una película de terror: luz que va y viene, ruidos inclasificables, noche cerrada y ni un alma en las calles. Ese pensamiento de estar protagonizando su propio show de Truman versión terror hizo que sonriera y negara con la cabeza. Ya era mayor para estas cosas.

Giró en la esquina y se sobresaltó. Había una bolsa de basura tirada en el suelo interrumpiendo el paso. Se maldijo mil veces por asustarse e hizo lo propio con los autores de un acto así de cívico. Intentó tranquilizarse pero por unos segundos lo único que podía escuchar era el sonido acelerado de su corazón. Bajó las escaleras, aún aturdido por el susto, cuando volvió a escuchar el mismo ruido que anteriormente lo había inquietado. Se giró y esta vez sí pudo ver un ligero movimiento. Quizá era por la intermitencia de la luz del fluorescente.

O quizá no.

Comenzó a caminar más deprisa, mirando atrás de vez en cuando. Estaba, a lo sumo, a un par de minutos de la puerta de casa. Además, era imposible que hubiera alguien persiguiéndolo. La lógica estaba comenzando a ganar el pulso a la irracionalidad cuando el ruido volvió, más intenso y cercano que nunca, unido a la percepción, por el rabillo del ojo, de que algo se estaba moviendo detrás suyo. 

Había alguien. Seguro. 

Desancló la lógica y aceleró el paso hasta correr de manera indisimulada, como si estuviera en una carrera de los 100 metros lisos. No miró atrás, cosa que lo volvería más lento. El ruido seguía presente y se repetía cada vez con más frecuencia e intensidad. Sacó la llave en carrera sin tropezar en el intento milagrosamente. La puerta estaba cada vez más cerca pero tenía la impresión de que no llegaría a casa. Lo cogerían y...

Llegó a la puerta, introdujo la tarjeta, aún a sabiendas de que nunca se abría a la primera. Sus esperanzas eran nulas hasta que vio iluminarse el piloto verde que indicaba la abertura de la cerradura. Asió el tirador y entró casi saltando a casa, cerrando la puerta tras de sí con un portazo y apoyando la mochila que cargaba en su espalda contra ella por si su perseguidor quería entrar por la fuerza. Estaba en un punto en el cual creía que si podía librarse de la otra persona no podría escapar del ataque de corazón, quedando de esa manera su destino decidido de igual manera hiciera lo que hiciera. 

Los segundos pasaron y los latidos disminuyeron ligeramente, permitiéndole volver a escuchar de nuevo lo que pasaba en el exterior. Creyó escuchar de nuevo ese sonido, pero no supo si era real o si se lo estaba imaginando. De repente, dudó de si se había imaginado todo en primera instancia. Puede ser que no hubiera ningún ruido o que fuera algún gato o alguien en el interior de su casa. Al fin y al cabo, el pensamiento de que alguien le hubiera estado siguiendo era absurdo. Todo se lo había imaginado, no cabía otra explicación.

Ya algo más tranquilo y notando cómo se disolvía el frío de sus extremidades y el sudor de su frente, notó sus piernas flaquear y se deslizó por la puerta, cayendo sentado al suelo. Allí mismo, fue víctima del sueño que lo había invadido tras expulsar la tensión de los minutos previos. La cama estaba a dos metros pero esa era, en ese instante, una distancia inabarcable. 

Dentro de su mochila, el teléfono volvió a vibrar como había hecho repetidas veces durante los minutos previos.

viernes, 4 de marzo de 2011

Vietnam

Vietnam, octubre de 1968. Se nos acaba el tiempo, a mí y a mi división. Ayer cayeron cuatro Action Mans y sólo quedamos 7: tres Power Rangers, aunque uno es el rosa y, por tanto, no cuenta; un peluche con forma de dinosaurio con heridas que, a no ser que lleguen refuerzos con algodón, posiblemente no pasará de esta noche; un furby negro que lleva entre su pelaje una foto de su novia embarazada; y, por último, un bote de Colacao de 800 gramos.

No te quiero engañar. La moral está por los suelos. Nos quedamos sin pintura para hacer las balas hace ya 3 días y desde entonces sólo estamos huyendo del enemigo, ese ejército liderado por Pin y Pon y sus colegas de ojos achinados. Dominan los bosques y tienen pokemones de tipo hierba que son muy efectivos contra nuestros pokemones acuáticos, de los cuales dependemos para desplazarnos por el mar. Hemos sufrido muchos golpes críticos. 

Estamos jodidos.

Y pienso en Polly, aún en América, esperándome, junto con John Edward Johnson of all the Saints, mi hijo negro. Y cada vez veo más claro que nunca podré disfrutar del milagro que supuso que, siendo los dos blancos, él naciera con ese extraño color. Tampoco podré acostumbrarme a verlo crecer y pedirle cosas sin darle un sueldo, para que se vaya acostumbrando a su trabajo adulto para el cual su genética lo ha predispuesto. Y lloro al pensar que posiblemente no estaré cuando cante su primera canción hip-hop o cuando se pruebe su primera camisa de tirantes blanca con la que caminará elegantemente por las calles o cuando compre su primera cadena de oro.

¡MIERDA! ¡MALDITOS COMUNISTAS! ¡Pagaréis por esto! ¡Y juro por Dios que acabaréis comiendo todos en un McDonalds!

Subir

Ver jodido a alguien que te importa y no poder hacer nada. Intentar ayudar y recibir toneladas de impotencia por respuesta. Desear hacer las cosas bien, reparar en cierta medida los daños, evitar perder algo más que una discusión absurda. Recordar los buenos momentos y amortiguar los malos, saber que el día que hagamos todo bien dejaremos de ser humanos y que si no fuera por errores ni siquiera habría más de un organismo en el mundo y no estaría yo aquí escribiendo cualquier tontería ni tú leyendo esto. 

Siempre he pensado que no sabemos valorar los buenos momentos. Dejamos que una mancha estropee la mejor camisa. Tapamos el sol con el dedo. Buscamos que todo sea perfecto, que nunca haya malos momentos, que nunca fallemos, que nunca nos fallen, que todas nuestras esperanzas en alguien se vean cumplidas - por irrealistas que sean -, que el camino siempre sea llano o cuesta abajo y que nunca haya subidas...

Cuánto más dura sea la subida, más agradable será la bajada. ¿Rendirse a mitad de camino? ¿Después de haber recorrido tanto? ¿Por un pinchazo? 

No vale la pena.