Algunas gotas empezaron a caer mientras amanecía. El broche perfecto. Amaba tanto correr como la lluvia, además de servir esta como un pequeño respiro al calor que sentía en esos instantes. De todas las cosas que se había propuesto con anterioridad, correr era de la que más orgulloso se sentía. No sólo por el esfuerzo que suponía, sino también por poner su primer tanto a favor en ese marcador tan desfavorable que mantenía - y actualmente mantiene - contra la constancia. Era una victoria tan gratificante como, sinceramente, inesperada.
La lluvia monopolizaba el poco oxígeno que llegaba a su cerebro. Otra de las cosas que adoraba del ejercicio era la niebla intensa que se generaba en sus pensamientos. No podía pensar con claridad, no podía discernir figuras ni problemas, no podía entablar diálogos con su mente, no podía fingir otras voces, ponerse en el sitio de otros, buscar soluciones ni cansarse de estar buscándolas. Su sistema nervioso padecía una desconexión temporal de las funciones superiores, limitándose a permitir la respiración y el movimiento constante de sus extremidades.
No había sitio para nada más. Y eso era perfecto.
El agotamiento comenzó a agudizarse cuando encaró la enésima subida. Sus gemelos emitían protestas en forma de amagos de rampa. Era una señal inequívoca de stop. Notó a su corazón intentando compensar la falta de oxígeno trabajando a un ritmo más rápido, queriendo seguir su paso. Desplazó un par de dedos a su cuello, buscando la carótida. No tuvo problemas para encontrarla. Parecía que todo su cuello estaba latiendo. Intentó contar como le habían enseñado: mediría sus pulsaciones en seis segundos y después multiplicaría el resultado por 10. No se sorprendió demasiado cuando se dio cuenta que no podía mantener la cuenta del tiempo y las pulsaciones por separado, pero por experiencias anteriores podía deducir que estaba por encima de las 180. Quizá más.
Lo que cualquier otro hubiera interpretado como una muy buena excusa para reducir la marcha - o incluso parar - él lo tomó como un reto. Cuando acabara esa subida, podría descansar. No antes. Esa subida representaba todo lo malo que había en su vida y debía vencerla. Él siempre funcionó con pequeños retos, eran técnicas de automotivación para conseguir sus objetivos. Y esa subida no era más que otro estúpido obstáculo en su camino que quería verlo fracasar. Y no podía permitirlo.
Las matemáticas simples - su cerebro no podía darle más en ese momento - lo llevaron a una conclusión empapada de lógica: cuanto más rápido fuera, antes acabaría con ella. Si no subía el ritmo, se eternizaría la subida y acabaría dándose por vencido. Así que intentó mover los pies más rápido, dando zancadas más largas y desobedeciendo completamente a sus molidos gemelos que le proporcionaban ya dolorosos calambres a cada paso. El sudor, mezclado con la fina lluvia que caía, comenzó a entrar en sus ojos, escociendo. Optó por cerrarlos. Sólo debía correr, no hacía falta ver nada. Su corazón, mientras, trazaba una ruta para escapar de su cueva y salir de ese cuerpo que parecía querer acabar con él. La subida parecía no acabar nunca...
Hasta que lo hizo. Notó el final de la pendiente y el ritmo que llevaba en la subida se tornó totalmente inapropiado para el llano, cosa que lo llevó a tropezar y caer con estrépito al frío y húmedo suelo. Por unos segundos, sólo su tórax indicaba que estaba vivo. No tenía fuerzas para moverse, pero lo había conseguido. Había ganado el desafío. Había vencido a sus demonios, esos que encarnaba esa rampa inacabable. Su rostro mostraba una extraña mueca: intentaba sonreír pero a su vez los calambres lo inundaban de dolor.
Cómo volvería a casa en ese estado ya era otra cosa a la que, en ese momento, no tenía ganas ni fuerzas para enfrentarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario