Las majestuosas vistas presidían la noche. La luz de la luna pasaba a un segundo plano, sin querer robarle protagonismo a la belleza casi mágica de la escena. Ella levantó la mirada levemente y se encontró con su mirada, atenta, cariñosa, enamorada. El cruce de miradas provocó en ambos una leve sonrisa, patrocinada por los nervios. Tanto él como ella estaban seguros de que su corazón podía escucharse en unas cuantas manzanas alrededor. Latía fuerte y rápido, demasiado rápido. ¿Sería normal?
Ella agachó la mirada, mientras su sonrisa no paraba de crecer. Se había puesto roja, estaba segura, y confiaba en que la intimidad lumínica de la noche se aliara con ella. Sin embargo, él se había dado cuenta, y su corazón se aceleró aún más, si eso fuera aún posible, y tuvo la sensación que, más que bombear sangre, su corazón quería escapar, quería encontrar a su homónimo y fundirse en uno. Retando a su corazón a aumentar más el ritmo, se acercó a ella hasta que sus caras prácticamente se acariciaban una a otra, con la ayuda de la brisa fresca que corría esa noche. Alzó su mano derecha hasta la barbilla de ella, y le levantó ligeramente la cara para volver a hacer coincidir las miradas.
"Ei", le dijo. Aunque su corazón no paraba de bombear sangre a un ritmo vertiginoso, su cerebro sólo pudo articular ese breve monosílabo. Tampoco la situación pedía más. Se concentró en la belleza de esa mirada pura, inocente, brillante, cautivadora. Ella movió, casi imperceptiblemente, sus labios, esos que formaban la sonrisa más bella que había visto jamás, y por un momento pensó que iba a decir algo. Pero calló. Bajó la mirada y se le escapó su leve - y maravillosa - risa que rompió el silencio que ejercía de anfitrión de la noche durante unos breves instantes.
Él sonrió, bajó la mirada y la abrazó. Por unos segundos, coordinaron sus respiraciones, que sonaban como una. Los dos notaban el cálido aliento del otro sobre los hombros. Los dos dejaron disipar sus temores en esos suspiros, expulsaron los miedos ayudándose del calor que desprendía la unión de sus cuerpos. Lo que anteriormente eran nervios, se iba tornando en decisión, seguridad, confianza y valor. Sin romper nunca el contacto corporal, los dos, al unísono, como si alguien les hubiera avisado a la vez, separaron lentamente sus cabezas, se miraron durante unas décimas de segundo que parecieron eternas, y volvieron, también lentamente, a acercarse, mientras una fuerza mayor obligaba a sus párpados a cerrarse.
Después, la felicidad.

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