jueves, 18 de noviembre de 2010

Platea

Subía lentamente por las escaleras. Al llegar al rellano de su piso, sacó su llave. La había guardado en el mismo sitio que el día anterior. Costumbre disfrazada de comodidad. Abrió la puerta, ya sin mirar la cerradura. Atinó. Recorrió el pasillo - esa estancia que absorbía, mágicamente, la luz - y dejó las cosas en la mesa, de cualquier manera, sin prestar atención, sin ser consciente que, día tras día, las dejaba de la misma forma, en el mismo lugar. 

Cumplió con el ritual. Se quitó la chaqueta, los zapatos, se calzó sus zapatillas desgastadas, encendió las luces y bajó la persiana que dejaba, ligeramente, el paso a un sol que se resistía a ser excluído de la casa. La luz 'hospitalaria'- como él había definido en otras ocasiones haciendo referencia a la que poblaba los edificios que se resistía a pisar y jugando, irónicamente, con el verdadero significado de la palabra - inundó la estancia. 

Se sentó, buscando, brevemente, la posición adecuada. En ese mismo sitio pasaría las siguientes horas, en su tribuna fija, desde la cual observaba, sin palomitas, cómo el mundo iba cambiando, las noticias se sucedían, la gente se movía. A su vida le faltaba una dimensión que no podía arreglarse con unas simples gafas. 

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