miércoles, 24 de noviembre de 2010

Huyendo

Comenzó a correr. Su cabeza seguía bombeando a un ritmo superior al que su corazón impulsaba la sangre hacia todas sus extremidades. Los ojos, abiertos, no veían la carretera que se extendía, hacia el infinito, por delante de él. Sus ojos reproducían la película de sus recuerdos. Sus oídos no escuchaban su leve jadeo, las bambas levantando el polvo del suelo al pisar la calzada, los - pocos - coches que circulaban a esa hora, el despertar del día en el anochecer de su alma. No. Sus oídos escuchaban la voz. La suya, la única.

Corrió más, intentando zafarse de esa trampa que le habían tendido sus sentidos por enésima ocasión. El aire frío, casi gélido, golpeaba su cara con una velocidad proporcional a la que él mismo intentaba adquirir sin mirar atrás. Las bofetadas cargadas de oxígeno lo hacían despertar brevemente de su dulce pesadilla, olvidarse de esos demonios que todos tenemos con los tridentes afilados como el mejor de los cuchillos. Salvo que, claro, esas heridas no dejaban marca.

Desgraciadamente.

Las heridas en el cerebro quedan abiertas, sangrando recuerdos, hasta que este se apaga. Para siempre.

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