Puso la mano delante del objetivo de su cámara justo cuando ella se disponía a disparar. La analogía entre la pulsación del botón y apretar el gatillo nunca fue tan acertada como en su caso: como los viejos vaqueros del oeste, tenía todo un ritual antes de actuar, antes de plasmar en la eternidad aquello que en ese infinitamente pequeño momento estaba viendo a través de la lente. En ese instante, él había roto la intimidad entre ella y la imagen de la que ella estaba siempre hablando. Esa intimidad que nunca podría comprender.
Aunque muriese por hacerlo.
No quiso interponerse de ninguna manera en esa liturgia, pero lo había hecho. Realmente no sabía por qué había actuado así, sólo había seguido un instinto repentino. Era gracioso porque él, más que nadie, pensaba y repensaba hasta el más mínimo detalle, la más mínima acción, la más pequeña de las palabras. Todo. Si no fuera porque los había estudiado, no sabría que realmente existían. Y aún así...
Ella.
Los instintos, seguir lo que uno cree en un determinado instante, por loco que sea, por increíble que parezca, podían tener asombrosos resultados. Ellos le habían llevado hasta allí. Hasta ella. Hasta esa fotografía que no se volvió a repetir, a pesar de que su mano bloqueó la eternidad. Carne de burro. Para los demás, sería una foto malograda. Para ellos, la prueba de que estuvieron allí. La prueba de que, detrás de todo, hay belleza.
Vida.
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