Aún respirando el olor de su pelo, aún notando el sabor de sus labios, aún con el recuerdo de sus ojos clavados en los míos, aún escuchando su voz, la veo marchar. Algo en mí muere cada vez que la veo alejarse, cada vez que su silueta se funde con el horizonte o escapa a toda velocidad sobre raíles. El tiempo, tan generoso con los segundos cuando veo su sonrisa como egoísta cuando se va, se resiste a concederme un préstamo. Sólo da cuando no lo necesito.
Y, aún así, sólo me queda postrarme ante él. Esperar a que llegue el momento en el que no tenga que verla marchar, en el que pueda abrir y cerrar los ojos y encontrarla allí, difuminada y borrosa entre la nube de dioptrías que me acompaña por las noches. Esperar a que lo que ahora es marchar un día sea volver. Esperar que un día casa signifique lo mismo para los dos.
Mientras tanto, sigo preso de los pocos y rápidos segundos concedidos, como una especie de condicional en la que puedo ser feliz durante los instantes en los que me inunda con su voz, risa, miradas, gestos. Vida. Y luego, de vuelta a la prisión, todo se hace más llevadero si sé que, más tarde o más temprano, volverán a darme la condicional.
Aunque sea sólo por unos minutos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario